ESCRITOS DE UN VIEJO INDECENTE
Charles Bukowski
Traudcción de: J.M. Alvarez Flórez y Angela Pérez


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era en Nueva Orleans, en el barrio francés, y yo estaba en la acera y vi a un borracho apoyado en la pared y el borracho lloraba, y el italiano le preguntaba <<¿eres francés?>> y el francés dijo, <>. y el italiano le atizó en la cara fuerte, lanzándole la cabeza contra la pared, y luego volvió a preguntarle al borracho: <<¿eres francés?>> y el franchute dijo <> y el macarroni volvió a atizarle, diciendo al mismo tiempo, una y otra vez, <> y el francés decía sí y el italiano volvía a atizarle. había otro italiano sentado en coche afeitándose, con una linterna allí colgada y alumbrándole la cara. qué raro hacía. allí sentado con toda la cara llena de crema de afeitar y afeitándose con aquella navaja barbera tan larga. no prestaba la menor atención a los otros dos, estaba allí sentado afeitándose a mitad de la noche. todo fue bien hasta que el francés salió rebotado de la pared y fue tambaleándose hacia el coche. el tío se agarró de la puerta del coche y dijo <<¡Socorro!>> y el italiano volvió a darle. <> y el francés cayó contra el coche y el coche se movió y el italiano de dentro evidentemente se cortó y el corte creciéndole y dijo <> y empezó a cortarle la cara al francés y luego el francés alzó las manos y le cortó en las manos.
— ¡hijo de puta! ¡pedazo de cabrón!
era mi segunda noche en la ciudad y me resultaba duro, así que entre allí en el bar y me senté y el tipo que había a mi lado se volvió y preguntó, <<¿eres francés o italiano?>> y yo le dije <>.
en ese momento alguien empezó a tocar un violín detrás de mí y eso me salvó de más preguntas. apuré la cerveza. cuando el violín cayó, alguien se me acercó del otro lado y se sentó.
— me llamó Sunderson. pareces necesitar trabajo.
— necesito dinero. el trabajo no me entusiasma
— lo único que tienes que hacer es sentarte en esta silla unas cuantas horas más, de noche.
— ¿cuánto?
— dieciocho billetes por semana y no tocar para nada la caja registradora.
— ¿Cómo vas a impedírmelo?
— pagándole a otro tipo dieciocho billetes semanales por vigilarte.
— ¿eres francés?
— Sunderson. escocés... inglés. pariente lejano de Winston Churchill.
— ya me parecía a mí que tenías algo raro.

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* *


allí era donde iban a echar gasolina los taxis de aquella empresa. yo echaba la gasolina, cogía el dinero y lo metía en la caja. pasaba casi toda la noche sentado en una silla. el trabajo fue perfectamente las dos o tres primeras noches. una primera discusión con los taxistas que querían que les cambiase las ruedas pinchadas. un italiano cogió el teléfono y empezó a protestarle al jefe porque yo no hacía nada, pero yo sabía porque estaba allí: para proteger el dinero. el viejo me había dicho donde estaba la pistola, cómo utilizarla y hacer que los taxistas pagasen toda la gasolina y el aceite que consumieran. pero yo no tenía el menor deseo de proteger la pasta por dieciocho a la semana, ahí era donde se equivocaba Sunderson. me hubiese llevado el dinero yo mismo, pero eso de la moral es un asunto jodido: alguien me había trabajado con la loca idea de que robar estaba mal, en otros tiempos, y me costaba mucho superar los prejuicios. mientras tanto, trabajaba con ellos, contra ellos, por encima de ellos, en fin, la vida.
hacía la cuarta noche, apareció allí una negrita. se plantó allí en la puerta muy sonriente. debimos estar mirándonos cerca de tres minutos.
— ¿cómo te va? — preguntó —. me llamo Elsie.
— no demasiado bien. yo me llamo Hank.
entró y se apoyó en una vieja mesita de escritorio que había. el vestido que llevaba parecía un vestido de muchachita, tenía movimientos de muchachita y también daba la misma sensación el brillo de alegría de su mirada, pero era una mujer, una palpitante mujer milagrosa y eléctrica con un limpio vestido marrón de muchachita.
— ¿me das refresco?
— claro.
Me dio el dinero y vi cómo levantaba la tapa de la caja de refrescos y, seria y meticulosa, elegía una bebida, se sentó luego en el taburetito y la observé mientras bebía. Las burbujitas de aire flotaban a través de la luz eléctrica, a través de la botella. contemplé su cuerpo, sus piernas, aquella bondad cálida y marrón me inundó. resultaba solitario aquel sitio, allí sentada en aquella silla noche tras noche por dieciocho a la semana.
me dio la botella vacía.
— gracias.
— de nada
— ¿no te importa que traiga unas amigas mañana por la noche?
— si son como tú, querida, tráelas a todas.
— todas son como yo.
— tráelas a todas.
la noche siguiente vinieron tres o cuatro, y allí se pusieron a hablar y a divertirse un poco y a comprar y a beber refrescos. Dios mío, de veras, eran tan dulces, tan jóvenes, con lo que hay que tener, todas mocitas de color, era todo tan divertido y tan hermoso, lo digo en serio, me hacían sentirme así. la noche siguiente, vinieron ocho o diez, la siguiente trece o catorce. empezaron a traer ginebra y whisky y a mezclarlo con los refrescos. yo llevaba también para mí. pero Elsie, la primera, era la mejor de todas. se me sentaba en las rodillas y luego se levantaba de un salto y gritaba:
—¡ay, Dios mío, vas a secarme los testines por la cabeza con esa CAÑA DE PESCAR que tienes ahí debajo.
se hacía la enfadada, hacía como si estuviese muy enfadada, y las otras chicas se reían, y yo no sabía que hacer y me quedaba allí sentado, confuso, sonriendo, pero en cierto modo era feliz. tenía demasiado para mí pero era un buen espectáculo. empecé a relajarme un poco yo también. cuando pitaba un conductor, me levantaba ceñudo, terminaba mi vaso, iba a buscar la pistola, se la pasaba a Elsie y le decía:
—ahora mira, Elsie, nena, vigila esa caja, y si alguna de las chicas intenta hurgar en ella, vas y le haces un agujero en el coño por mí, ¿eh?
y dejaba allí a Elsie con aquella gran luger. era una extraña combinación. las dos, podían matar a un hombre, o salvarle, según fuese la cosa. la historia del hombre, la mujer y el mundo, y yo salía a servir la gasolina.

luego vino una noche aquel taxista italiano, Pinelli, a por un refresco. el nombre me gustaba, pero él no. era el que más protestaba de que yo no cambiase las ruedas. yo no tenía nada contra los italianos, pero resultaba extraño que desde que había aterrizado en la ciudad, la Fracción Italiana estuviese en la vanguardia de mis desdichas. pero sabía que era algo matemático más que racial. en San Francisco, una vieja italiana probablemente me hubiese salvado la vida. pero ésa era otra historia.
Pinelli entró al acecho. a la caza. las chicas estaban todas por allí, charlando y divirtiéndose. él se acercó y alzó la tapa de la caja de refrescos.
—¡CAGO EN LA PUTA, YA NO HAY REFRESCOS, CON LA SED QUE TENGO! ¿Quién SE LOS BEBIÓ, VAMOS A VER?
—yo —le dije.
todo estaba tranquilo. todas las chicas miraban. Elsie estaba de pie junto a mí, muy atenta. Pinelli era guapo si no mirabas demasiado tiempo o con demasiada profundidad. la nariz aguileña, el pelo negro, contoneo de oficial prusiano, pantalones ceñidos, furia de muchachito.
—¡ESTAS CHICAS SE BEBIERON TODOS LOS REFRESCOS, Y ESTAS CHICAS NO TIENEN POR QUE ESTAR AQUÍ, ESTOS REFRESCOS SON SOLO PARA LOS TAXISTAS!
luego, se me acercó, se me plantó delante, las piernas así abiertas un poco como los pollos cuando van a cagar:
—¡SABES LO QUE SON ESTAS, LISTO?
—claro, estas chicas son amigas mías.
—¡NO, ESTAS CHICAS SON PUTAS! ¡TRABAJAN EN TRES BURDELES DEL OTRO LADO DE LA CALLE! ESO SON: ¡PUTAS!
nadie le contestó. seguimos allí todos mirando al italiano, fue una mirada larga. luego, el italiano se volvió y se fue. el resto de la noche no podría ser igual, yo estaba preocupado por Elsie. tenía la pistola, me acerqué a ella y se la cogí.
—estuve apunto de hacerle a ese hijoputa un ombligo nuevo —dijo —. ¡Su madre era una puta!
cuando me di cuenta el local estaba vacío. me senté y bebí un buen trago. luego me levanté y miré la caja registradora. estaba todo allí.
hacia las cinco, llegó el viejo.
—Bukowski.
—¿si, señor Sunderson?
—vas a tener que irte —(palabras familiares)
—¿qué pasa?
—los chicos dicen que no llevas bien esto, que se llena de putas y que tú te dedicas a divertirte con ellas. que ellas andan con las tetas al aire, sin bragas, y tú te dedicas a chupar y a lamer. ¿es ESO lo que pasa aquí por la noche?
—bueno, no exactamente.
—en fin, te dejaré seguir aquí hasta que pueda encontrar uno que sea más de fiar. tengo que saber lo que pasa aquí.
—de acuerdo, Sunderson, el circo es suyo.

creo que fue dos noches después cuando salí del bar y decidí darme una vuelta por la vieja gasolinera. había allí dos o tres coches de policía.
vi a Marty, uno de los taxistas, me llevaba bien con él. me acerqué.
—¿qué pasa, Marty?
—apuñalaron a Sunderson, y le pegaron un tiro a uno de los taxistas con la pistola de Sunderson.
—hostias, como en las películas. ¿el taxista al que le pegaron el tiro fue Pinelli?
—sí, ¿cómo lo sabes?
—¿un tiro en la barriga?
— sí, sí, ¿cómo lo sabes?
yo estaba borracho. me alejé de allí, me fui a mi habitación. la luna de Nueva Orleans brillaba arriba, muy alta. seguí camino de mi casa y pronto llegaron las lágrimas. un gran chorreo de lágrimas a la luz de la luna. luego pararon y pude sentir el agualágrima secárseme en la cara, estirando la piel. cuando llegué a mi habitación no me molesté en encender la luz. quité zapatos, quité calcetines y me tumbe en la cama sin Elsie, mi linda puta negra, y luego me dormí, crucé dormido la tristeza de todo y cuando desperté me pregunté cual sería la próxima ciudad, el próximo trabajo. me levanté, zapatos, calcetines y salí a por una botella de vino. las calles no tenían muy buen aspecto, pocas veces lo tenían. la calle era una estructura planeada para ratas y hombres y tenías que vivir y que morir en ella. pero como dijo una vez un amigo: <>. entré en la bodega a por el vino.
el muy hijoputa se inclinó un poco hacia adelante, esperando puercas monedas.

(tomado de Escritos de un viejo indecente. Editorial Anagrama. 1978.)

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